Os copio un artículo mío que ayer salió publicado en El Periódico de Catalunya:
La filósofa estadounidense Judith Butler lo dice de forma contundente en su último libro (Marcos de guerra. Las vidas lloradas, publicado por Paidós): todas las vidas son igualmente «dignas de ser lloradas». Esto es así en el terreno de lo normativo; en el terreno de lo positivo, sin embargo, no todas lo son por igual. La diferenciación entre lo que constituye una vida digna de ser llorada y lo que no lo es viene generada por marcos de interpretación de la realidad que derivan y son amparados por el poder político –y quienes lo ostentan–. Las injusticias asociadas a esta diferenciación se materializan de formas muy distintas y variadas. Veamos algunos ejemplos.
POR UN LADO, existen las injusticias en términos de política internacional. Los gobiernos de los estados democráticos favorecen más las alianzas políticas con algunos estados que con otros. Por ejemplo, hasta hoy, y desde su creación en 1948, Israel se ha visto ampliamente favorecido por Occidente. A pesar de lo que digan los que acusan a Obama de ser propalestino –y le achacan ser irresponsable por ello–, todavía hoy los principales mandatarios políticos e intelectuales anteponen las necesidades de defensa de este país al derecho de supervivencia (nótese que ni siquiera hablo de autodeterminación) del pueblo palestino. Existen resoluciones de las Naciones Unidas que Israel no acata –por considerarlas no vinculantes– y que, aun así, no conllevan —como potencialmente ocurriría si se tratara de otros estados— invasiones, boicots político-económicos o golpes de Estado. Ocurre que Israel puede decidir desmarcarse de una cumbre antinuclear para salvar el pellejo, en un momento en que la acción colectiva y coordinada de las principales potencias se presenta como crucial para romper con dinámicas de escalada armamentística, y que, prácticamente, no se le castigue por ello.
Por otro lado, existen injusticias en el ámbito de la política interior. El caso de Israel y Palestina nos aporta, en esto también, múltiples ejemplos. Es una injusticia que una familia sea desalojada de su casa en el barrio de Sheik Jarrah, en el este de Jerusalén, por parte de colonos, que se remontan a derechos de propiedad supuestamente otorgados durante el Imperio otomano (digo supuestamente porque recientemente abogados israelís han demostrado que algunos de estos derechos de propiedad son simples falsificaciones). Todo, con el amparo y la ayuda de la policía israelí, en el momento del desalojo y después. Esto es así, a pesar de que la policía está pagada con los impuestos de todos: árabes y judíos de Israel. También podemos hablar de injusticia cuando el Ejército israelí decide no dejar transitar por una calle de la ciudad cisjordana de Hebrón a un chico palestino que, vestido con pantalones, camiseta y chanclas, aseguran que «puede matar». De este modo, mantienen desierto –a base de rejas, metralletas y checkpoints– un barrio de colones israelís, que en su posición de superioridad no dejan, sin embargo, de hostigar a los vecinos árabes de la calle de abajo –estos últimos han tenido que poner rejas y otras protecciones para evitar que piedras, vómitos y meados lleguen a sus casas y negocios; de hecho, desde los acuerdos de Oslo, que establecieron su división, los comercios de esta ciudad han tenido que estar cerrados durante largas temporadas–. Si la supuesta defensa de la vida de estos colonos pasa por encima del derecho de los palestinos a vivir con libertad –a vivir– es porque, en palabras de Butler, las vidas de los primeros son más dignas de ser lloradas que las de los segundos.
Finalmente, y a pesar del oxímoron, existen, asimismo, injusticias que afectan al sistema judicial de algunos países.
En España, el juez Garzón va a sentarse en el banco de los acusados por haber promovido la persecución de las autoridades que violaron derechos humanos bajo el franquismo. Este tipo de medida de justicia transicional, que según datos del CIS (estudio 2760, elaborado en el 2008) recibiría el apoyo del 48,71% de la población española (un 26,72% la rechazaría; un 9,22% no la rechazaría ni aprobaría; un 14,37% no se pronunciaría al respecto), constituye la base de un delito de prevaricación. Esto dicen aquellos que se vieron amenazados por los posibles juicios y que han estado protegidos hasta la fecha a la sombra de una democracia que nació en una transición pactada, que, ahora más que nunca, demuestra tener importantes lagunas.
La transición no consiguió librarse de los vestigios de una dictadura que no solo generó un número de víctimas que supera las de la dictadura de Pinochet en Chile, sino que permitió que las víctimas del conflicto armado que enfrentó a los españoles entre 1936 y 1939 fueran tratadas con diferencia: en efecto, «la causa general» franquista consideró solo los crímenes de los rojos, mientras que ignoró los crímenes del Ejército nacional y las milicias franquistas.
Volviendo a Butler, si lo justo es que todos seamos igualmente dignos de ser llorados, se deriva que convertir en delito el intento de hacer esto posible es claramente injusto.
La filósofa estadounidense Judith Butler lo dice de forma contundente en su último libro (Marcos de guerra. Las vidas lloradas, publicado por Paidós): todas las vidas son igualmente «dignas de ser lloradas». Esto es así en el terreno de lo normativo; en el terreno de lo positivo, sin embargo, no todas lo son por igual. La diferenciación entre lo que constituye una vida digna de ser llorada y lo que no lo es viene generada por marcos de interpretación de la realidad que derivan y son amparados por el poder político –y quienes lo ostentan–. Las injusticias asociadas a esta diferenciación se materializan de formas muy distintas y variadas. Veamos algunos ejemplos.
POR UN LADO, existen las injusticias en términos de política internacional. Los gobiernos de los estados democráticos favorecen más las alianzas políticas con algunos estados que con otros. Por ejemplo, hasta hoy, y desde su creación en 1948, Israel se ha visto ampliamente favorecido por Occidente. A pesar de lo que digan los que acusan a Obama de ser propalestino –y le achacan ser irresponsable por ello–, todavía hoy los principales mandatarios políticos e intelectuales anteponen las necesidades de defensa de este país al derecho de supervivencia (nótese que ni siquiera hablo de autodeterminación) del pueblo palestino. Existen resoluciones de las Naciones Unidas que Israel no acata –por considerarlas no vinculantes– y que, aun así, no conllevan —como potencialmente ocurriría si se tratara de otros estados— invasiones, boicots político-económicos o golpes de Estado. Ocurre que Israel puede decidir desmarcarse de una cumbre antinuclear para salvar el pellejo, en un momento en que la acción colectiva y coordinada de las principales potencias se presenta como crucial para romper con dinámicas de escalada armamentística, y que, prácticamente, no se le castigue por ello.
Por otro lado, existen injusticias en el ámbito de la política interior. El caso de Israel y Palestina nos aporta, en esto también, múltiples ejemplos. Es una injusticia que una familia sea desalojada de su casa en el barrio de Sheik Jarrah, en el este de Jerusalén, por parte de colonos, que se remontan a derechos de propiedad supuestamente otorgados durante el Imperio otomano (digo supuestamente porque recientemente abogados israelís han demostrado que algunos de estos derechos de propiedad son simples falsificaciones). Todo, con el amparo y la ayuda de la policía israelí, en el momento del desalojo y después. Esto es así, a pesar de que la policía está pagada con los impuestos de todos: árabes y judíos de Israel. También podemos hablar de injusticia cuando el Ejército israelí decide no dejar transitar por una calle de la ciudad cisjordana de Hebrón a un chico palestino que, vestido con pantalones, camiseta y chanclas, aseguran que «puede matar». De este modo, mantienen desierto –a base de rejas, metralletas y checkpoints– un barrio de colones israelís, que en su posición de superioridad no dejan, sin embargo, de hostigar a los vecinos árabes de la calle de abajo –estos últimos han tenido que poner rejas y otras protecciones para evitar que piedras, vómitos y meados lleguen a sus casas y negocios; de hecho, desde los acuerdos de Oslo, que establecieron su división, los comercios de esta ciudad han tenido que estar cerrados durante largas temporadas–. Si la supuesta defensa de la vida de estos colonos pasa por encima del derecho de los palestinos a vivir con libertad –a vivir– es porque, en palabras de Butler, las vidas de los primeros son más dignas de ser lloradas que las de los segundos.
Finalmente, y a pesar del oxímoron, existen, asimismo, injusticias que afectan al sistema judicial de algunos países.
En España, el juez Garzón va a sentarse en el banco de los acusados por haber promovido la persecución de las autoridades que violaron derechos humanos bajo el franquismo. Este tipo de medida de justicia transicional, que según datos del CIS (estudio 2760, elaborado en el 2008) recibiría el apoyo del 48,71% de la población española (un 26,72% la rechazaría; un 9,22% no la rechazaría ni aprobaría; un 14,37% no se pronunciaría al respecto), constituye la base de un delito de prevaricación. Esto dicen aquellos que se vieron amenazados por los posibles juicios y que han estado protegidos hasta la fecha a la sombra de una democracia que nació en una transición pactada, que, ahora más que nunca, demuestra tener importantes lagunas.
La transición no consiguió librarse de los vestigios de una dictadura que no solo generó un número de víctimas que supera las de la dictadura de Pinochet en Chile, sino que permitió que las víctimas del conflicto armado que enfrentó a los españoles entre 1936 y 1939 fueran tratadas con diferencia: en efecto, «la causa general» franquista consideró solo los crímenes de los rojos, mientras que ignoró los crímenes del Ejército nacional y las milicias franquistas.
Volviendo a Butler, si lo justo es que todos seamos igualmente dignos de ser llorados, se deriva que convertir en delito el intento de hacer esto posible es claramente injusto.
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